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La pregunta que da título a esta columna es radical, pero pertinente: ¿para qué sirven los libros? El año pasado, Carlos Peña nominó de manera similar su libro, Por qué importa la filosofía (Taurus, 2018). Ambas interrogantes, como observa Peña, remiten a “la creencia de que todo lo que hacemos se justifica en la utilidad que presta”. Eso haría plausible la “idea de que ciertos quehaceres intelectuales”, como escribir, publicar y leer una novela o un tratado filosófico, “arriesgan el despilfarro y la inutilidad”.
Tal vez contra ese sentido pragmático e instrumental, en 1996 la Conferencia General de la UNESCO decidió celebrar el 23 de abril, el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor. La fecha conmemora el fallecimiento, en 1616, de Cervantes, Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega; los datos son inexactos, pero se justifica por la envergadura de los nombres.
La pregunta, empero, sigue en pie: ¿para qué sirven los libros? El cuestionamiento remite a aquellos que carecen de utilidad visible, excluyendo manuales, enciclopedias o cualquiera que “enseñe” algo concreto y necesario. Para dar respuesta, podemos citar a Fernando Savater, quien afirma que se puede vivir sin saber astrofísica o neurociencia, pero no “sin saber distinguir aquello que nos conviene de lo que nos perjudica”. Y también lo que conviene o perjudica a otros. Pues bien, a eso invitan novelas, poesía, dramaturgia, ensayos filosóficos o crónicas literarias: a descubrir más de los otros, de sus realidades, de las formas de vidas que gozan o padecen; a ingresar a sus mentes, a sus mundos, a sus alegrías y frustraciones. Y eso permite empatizar y conocernos (y cuestionarnos) más a nosotros mismos.
Con ese propósito, la Universidad Viña del Mar en 2018, decidió inaugurar el sello Ediciones UVM, con la certeza que todos los quehaceres intelectuales nos nutren y hacen mejores personas, y que la educación es siempre una tarea integral que se despliega en todas las dimensiones de la existencia humanas.